Witold Gombrowicz nació en Polonia, en 1904, y murió
en Vence en 1969. Entre las obras con las que renovó la literatura de este
siglo se encuentran Transatlántico, Cosmos, La seducción y Ferdydurke.
Durante muchos años vivió en Argentina, y al tomar el barco de regreso a Europa
dio un consejo a los nuevos escritores porteños: ``¡Muchachos, maten a
Borges!'' El desafío de la nueva literatura argentina era superar al prodigioso
autor de ``El aleph''. En este texto, inédito en español, Gombrowicz aborda un
tema borgiano y le otorga su sello indiscutible.
¡Dulcinea de mis primeros días,
soy tuyo de nuevo! Sin duda, todos conocen ese estado de ánimo que se siente al
despertar cuando, dormido, uno ha soñado con la juventud. Te frotas los ojos,
trastornado hasta el fondo de las entrañas, revolucionado de arriba abajo, te
acuerdas de tu primera dulcinea y la nostalgia --no se sabe de qué-- te hace
trizas. Algo te empuja y, sin embargo, no te mueves de tu lugar, la vida
derrama en ti su marea tempestuosa, golpea contra tus riberas, y tus riberas
perciben con cuánta fuerza te yergues, bañado en sudor, frente a tu destino,
frente a tu vida echada como comida a los perros. Precisamente bajo el signo de
una constelación eroticosensual de este tipo, sombría y lúgubre, desperté el
martes a las cinco de la mañana. Por uno de esos fenómenos de resurgimiento que
deberían estar prohibidos a la naturaleza, acababa de ver una cosa totalmente
perdida para mí, a saber, mi juventud y mi primera bienamada, allá en la roca,
junto al molino, al borde del río.
Mi bienamada estaba sentada con un ramito de violetas en la mano y yo
murmuraba algo. Una ola que venía de allá me golpeó y me hundió. ¿Qué hacer?
Todo esto ya no volverá, mi juventud está atrás de mí, y con ella mi bienamada,
la belleza está atrás de mí, también terminada, así como la inquietud viva de
la juventud, sus relaciones inestables pero violentas, su marea desbordante y
panteísta. Mis mejillas han perdido su frescura. Vejete, antipoético y
rigidizado, ya nunca inspiraré poemas, ya nadie me admirará ni a través del
canto ni en el cine.
La nostalgia de mi propia belleza desvanecida, de la poesía de mi propia
persona aniquilada para siempre, me agitaba cada vez más, como una hoja. Se
había terminado, pues, de una vez por todas; terminados los azules y las
lontananzas y la incertidumbre, las muchachas sufrirían por otro y otro bajo
las lilas en flor murmuraría las mismas palabras, eternamente repetidas. ¿Qué
me quedaba? El trabajo, el trabajo: conseguir un buen puesto en mi trabajo al
menos para darles miedo, dado que ya no las hacía languidecer. ¿O tal vez tener
un hijo y, por medio de él, vivir una vida plena, repetir a través del hijo y,
por medio de él, vivir una vida plena, repetir a través del hijo el canto
eterno de la juventud, de la felicidad y de la belleza? ¿O tal vez sacrificar
la vida a ideales, adquirir así una segunda belleza, aún más bella, y
convertirme de nuevo en objeto de nostalgia? Porque yo estaba totalmente
lúcido, percibía con gran claridad que en el estado actual de las cosas ya no
tenía ningún atractivo, ya nada que pudiera hacer suspirar ni a un perro ni a
una nutria, ni gato, ni árbol, ni mujer, ni hombre. Porque, ¿quién era yo? Un
macaco tan seductor como una mesa de billar, un empleado de planta o por
contrato, globo vacío de todo el gas de la juventud, me aburría solo y aburría
a los demás, a veces frecuentaba reuniones y jugaba al
bridge, pero no
había la menor vida en todo eso. Además, mis diversas debilidades espirituales,
hasta ahora tan vagas y difusas como la juventud, afloraban poco a poco, a
medida que se instalaba la rigidez de la edad madura, y empezaba a sentirme mal
con mis defectos.
Trastornado por mis debilidades y por mi bienamada, o más precisamente, por
las debilidades nacidas del recuerdo de mi bienamada, lleno de repugnancia y de
desprecio, ya estaba listo para echar a la hoguera esta carroña sin interés que
era yo, a dar mi vida que de todas maneras se disipaba, por lo menos para
suscitar después de la muerte la atracción y la nostalgia en los corazones, y
vivir plenamente mi vida en tanto que estatua, ya que no podía hacerlo como
hombre privado. Pensaba también en convertirme en bombero debido al uniforme
tan bonito, a pesar de todo, con sus galones. Sí, estaba a un paso de tomar las
decisiones más insensatas con una prisa tanto mayor porque resultaba de la
repugnancia por mí mismo, cuando de pronto la forma vaga de un espectro se
desprendió del calentador de carbón y me pareció que me llamaba con una voz que
corría sobre mi corazón como los dedos sobre un teclado.
Desde luego, mi primera idea fue que la patria era la que me llamaba. Porque
¿qué espíritu puede llamarlo a uno al alba si no es la patria, como lo
atestiguaron nuestros tres bardos-profetas,1 así como otros tres mil de menor
envergadura, cantores actuales y de circunstancia que publican en una treintena
de periódicos? Pero una mirada a la silueta me convenció más decididamente de
que era un ser humano y no la patria. Pensé entonces que era mi primera
dulcinea y ya iba a murmurar: ``Ahí voy, Zochna, ahí voy'', cuando, al mirar de
nuevo, descubrí que no era Zochna sino un hombre, sin lugar a dudas. Imaginé
entonces que debía ser la humanidad que me llamaba para que me sacrificara y le
diera mi vida (que de todas maneras se disipaba); pero no, era un individuo, no
una noción abstracta de género neutro, sino un hombre bien concreto que acababa
de surgir de abajo del calentador, y que vestía un saco azul marino. Al ver que
no era ni mi dulcinea ni la patria ni la humanidad, o sea, nada que evocara la
melancolía, sino un tipo bastante prosaico y poco atractivo, controlé mi ardor
--porque ¿qué provecho podrían haber derivado mis encantos de un hombre
mediocre?--, y me aprestaba ya para voltear al otro lado y volverme a dormir
cuando de pronto me di cuenta de que era
yo mismo quien estaba de pie
frente el calentador, esperando.
¿Yo mismo? Al principio tuve miedo de mi sosías. Me cubrí la cara y sólo
después de un momento tuve el valor de espiar de reojo por entre los dedos.
Pero me calmé enseguida porque, evidentemente, el aparecido no tenía la
intención de atemorizarme; al contrario, tuve la impresión de que él también se
sentía bastante incómodo. Estaba inmóvil, sin la menor pose, no me miraba, sus
ojos estaban fijos sobre sus zapatos --los míos--, pellizcaba maquinalmente la
manga del saco y parecía avergonzado. Dado que él no me miraba, yo podía
mirarlo, y eso fue lo que hice, al principio con prudencia y luego cada vez con
mayor insolencia. Un instante después, hasta arriesgué una mueca. Distinguí un
grano en su mejilla izquierda y al ver que lo veía, el espíritu se avergonzó un
poco más. Discerní entonces sus numerosos defectos y mezquindades: egoísmo y
cobardía, sibaritismo, aburguesamiento y apatía, una debilidad agravada por la
suficiencia, la lubricidad y el orgullo. Y su vergüenza aumentó todavía más. Me
di cuenta de que una oreja era más corta que la otra, que tenía a la derecha un
diente tapado, y una vez más se avergonzó; en lo que a mí se refiere, incapaz
de controlarme en ese momento, ¡salté donde estaba y me lancé hacia adelante!;
empecé a espulgarlo con la mirada, lo observaba, me fijaba en todo, cada
detalle, y él se dejaba examinar, se conformaba con acurrucarse, sus dedos
pellizcaban la manga cada vez más nerviosamente, y en su rostro apareció una
mueca fácil, artificial, irónica, tras la cual intentaba escapar de mi mirada,
cada vez más indiscreta. Era más triste que todas mis bienamadas juntas. El
espectáculo de todos estos detalles --que me pertenecían-- acurrucados en un
rincón y sonrojados, bañados en esta atmósfera de tontería lamentable, era
difícil de soportar. La fría crueldad de mi mirada me provocaba una tortura
física. Sin embargo, no podía dejar de mirar puesto que él me dejaba
examinarlo, no quería, pero debía hacerlo, ya que se exhibía. Miraba, pues, y
analizaba en detalle ese objeto siniestro, el único, entre todos los objetos de
esta habitación, que estaba avergonzado y provocaba vergüenza. Los calcetines
sobre la silla, las jarreteras, la silla misma, el calentador, todo me miraba
tonta pero duramente, como todas las mañanas, sólo él era incapaz de hacerlo.
¿Sentía vergüenza? ¿De qué? ¿De tener una oreja más corta que la otra? De
hecho, a la luz de esa vergüenza, la oreja más corta se separaba --con la mayor
indecencia-- como un pedazo de algo. Y yo seguía mirándolo, examinándolo como
si se tratara de una vaca de feria, un ganso, un puerco atrapado, y hacía el
inventario. La locura de los inventarios me invadió. Una oreja demasiado corta,
la nariz chueca, una pierna enferma, en los ojos algo desagradable, una
afectación estúpida: un producto fallido, una vaca deforme, un objeto
estropeado, un error, una calaverada, una rareza, una criatura extravagante, ni
buena para la crianza ni para el matadero. Tosió en respuesta e, intimidado,
siguió mirando fijamente el suelo. Grité con voz histérica:
--¡Ya no puedo más, ya no puedo más, ya no puedo más!
Y para ya no mirar, ya no ver, ya no registrar, caí de rodillas frente a él,
oculté mi rostro y `produje tal cantidad de vergüenza que me quedé sin aliento.
Entonces alzó lentamente
la cabeza y me miró, todavía sonrojado por la vergüenza. La impresión fue tal
que me tocó a mí bajar la mirada, atreviéndome apenas a mirar de reojo el
rostro del ídolo que me miraba. El grano, los defectos, las debilidades, las
miserias y las mezquindades habían desaparecido, o más bien todo esto había
empezado a vivir y brotaba en forma de mirada. El rostro me miraba. Un rostro
único, temible, singular, un rostro que no se repetiría nunca más hasta el fin
del mundo. Y ya no era yo quien miraba la mezquindad y la tontería, sino que la
Tontería y la Mezquindad me miraban a mí. La vergüenza dejó de tener vergüenza,
miraba, imperturbable como una roca, como un fenómeno orgulloso y soberano de
la naturaleza. Los signos particulares, antes fuente de vergüenza y de
indecencia, animados ahora por el brillo de la mirada, se convirtieron en algo
indiscutible, irrefutable, tan absoluto como las barbas de Dios Padre. Y las
arrugas y las taras_ y todos esos síntomas de debilidad o de muerte que, para
alguien de afuera, habrían parecido dignos de compasión, miraban con toda la
fuerza y la soberanía de la vida; más aún, era la vida misma, esa vida que
hasta entonces yo había buscado en todas partes, salvo dentro de mí mismo.
Porque, ¿dónde no la había buscado?: en las mujeres, en las ideas, en mil
combinaciones de las más raras, en las palabras más o menos ampulosas, en la
belleza, la gracia y lo bonito, en el pecado, en el derroche, en la fealdad, en
el deber, en el sacrificio, en el ideal, en el trabajo y en el esfuerzo; y
allí, de pronto, se revelaba que yo mismo era la vida, así de simple. Extraño.
¡Ah, qué alivio! ¡Qué alegría! Por fin la calma: la felicidad, ya no era
necesario sentir miedo ni vergüenza, podía existir, yo, yo. ¡Qué delicia! El
amor y la nostalgia por mí mismo, mezclados con el temor, me hicieron volar
como una pluma.
Presa de un caos de sentimientos violentos, extendí las manos y murmuré:
``Hermano'', y quise abrazarle la pierna. Balbuceé algo como: ``¡Oh tú,
dulcinea, patria, tú que eres!'' Pero, de pronto, cambié de opinión, me levanté
y metí las manos en los bolsillos. En realidad, era tonto extender las manos a
un hombre, sobre todo si ese hombre era yo mismo. Caer de rodillas era
igualmente tonto. Experimentar un sentimiento de fidelidad: también tonto. De
manera general, me sentía tonto con mi amor inopinadamente despierto. ¿Por qué
no era yo un fulano(??) a quien acababa de aparecérsele una muchacha o la
patria? Desafortunadamente, me había aparecido yo a mí mismo. Ahora bien,
¿cómo, en qué categoría de lo sublime podría yo mirar con ojos amorosos no a mi
bienamada sino a mí mismo? Se instaló un penoso malestar. No podía encontrar
las palabras, las palabras apropiadas para este tipo de amor; tampoco había un
ritual convencional, ni gestos adecuados. Al contrario, mi cabeza bullía con
términos medicopsicológicos desagradables, aquellos que suelen utilizar los
periodistas para aterrar a sus suscriptores en los artículos de fondo, a saber:
egoísmo plano, egocentrismo podrido, egoísmo decadente y narcisismo sucio. Me
estremecí ante la idea de que nuestra juventud, tan llena de espíritu de
sacrificio y de ardor, estaba a punto de burlarse de mí y despreciarme como a
un miserable egoísta, que ante las alumnas del liceo de gusto dudoso este
Narciso perdería todo lo que le quedaba de atractivo sexual. A fin de cuentas,
no sé por qué, posiblemente para comprobarle a los periodistas ausentes que yo
no era del todo corrupto y para conseguir la gracia de las alumnas del liceo,
escupí en el rostro del espectro. ¡Qué magnífica renuncia de mí mismo! El
espectro lanzó un gemido y desapareció. Quedé solo, o más bien no solo, sino
con la sensación de un vacío profundo, como si mi vida se hubiese desvanecido,
ya sin otra perspectiva frente a mí que una miserable y vana existencia con la
muerte inevitable al final; me quedé dormido.
¡Ay, malditos imbéciles ustedes con sus artículos de fondo! ¡Ay, tres veces
malditas alumnas del liceo! Así desapareció el espíritu y quedé sin espíritu.
Desperté de todo esto confuso e inseguro, en una inopia terrible en lo que al
espíritu se refiere. ``¿Quién soy? --me pregunté, lleno de dudas--. ¿Soy una
simple función social, soy una función proporcional a la opinión de los
periodistas y de las alumnas del liceo? ¿O, tal vez, simplemente, soy, y nada
más?''
Pero esa palabra, ``soy'', sin atributo, ese hecho desnudo y terrible, me
llenaba de espanto. Parecía que no había nada más difícil que ser uno mismo, ni
más ni menos. Esa palabra implicaba una horrorosa desnudez. Por otra parte,
había escupido al espíritu y se había desvanecido. ``No, no --murmuré, encogido
y trémulo--, no quiero ser yo mismo. Prefiero ser un empleado subalterno en el
Ministerio de Relaciones Exteriores, prefiero servir para algo, servir para
algo o a alguien, inmediatamente, sin más tardanza, hay que tratar de servir,
buscar con qué cubrirse porque hace frío y es indecente. Es necesario, hay que
servir.''
Traducción del polaco al francés por Chistophe Jezewski y Dominique Autrand;
traducido al español por Mónica Mansour.